El cronista Gabriel González Mier, compartió en las notas que componen el libro “Añoranzas del viejo solar carmelita” sus impresiones sobre el Norte, hoy llamado “frente frío”, que asolan la ínsula de Carmen, Campeche, cada año.
“Interrumpiendo el reposo de más allá de la media noche, por diciembre y enero crujen puertas y ventanas, sacudidas por ráfagas frescas…el Norte -¡No confundirlo con los ciclones!- es, sin duda alguna, un buen amigo. Desde luego, en el interior de las habitaciones difundía sus ondas de temperatura bienhechora y deliciosa.
Volcaba de sus ánforas el primer chubasco que anunciaban los árboles de los patios con un rumor melodioso y plañidero. A poco, dejaba oír entre sueños una resonancia como de lejana catarata, dulce arrullo del golfo, que nos sumergía en esa somnolencia hipnótica de las cobras sagradas adormecidas por sus magnetizadores.
Para muchos, el Norte no es más que una boca que sopla. Pero no es eso: el Norte es un artista, un hechicero, un taumaturgo. Amanecía; el mago había elaborado ya su metamorfosis ingente. Los que salían de sus domicilios se encontraban con que la ciudad de los días rutinarios había sido substituida por otra nueva: una urbe de rachas, de nubes, de agua y de temperatura deliciosa. Las casas, como los transeúntes, se encapotaban: estos con sus plaids y aquellas con el abrigo de cerrar puertas y ventanas o de entornar una de las hojas.
¿Dónde se había ido la ciudad de mayo o la de agosto? Nada de sol deslumbrante, nada de calor, ni de conversaciones a gritos , ni de beber sangrías, ni de coloraciones matutinas, o de policromías a la hora del ocaso. Igual prodigio de transmutación en la bahía. Xicalango había sido borrado por el horizonte. El cielo por lo general tan arrogante y tan distanciado de la tierra, como un barón feudal que se digna dispensar una mirada a sus alodios desde los torreones de su castillo; ese cielo en el puerto se veía tan bajo, que podía tocarse con la mano.
Como si en la noche anterior el mar se hubiese poblado de arrecifes; remolinos de gaviotas dibujaban, a distancias y direcciones varias, rompientes de alas como espuma en una algarabía de revuelos y de chillidos. Y sobre las crestas del oleaje, los pelícanos buchones de vuelo recto y enigmático, como silenciosos aviones, acuatizaban repentina y pesadamente, clavando en las aguas hervorosas sus picos desmesurados.
A medida que el día avanzaba, el nocturno y arrullador zumbido se iba convirtiendo en voz rugiente, interrumpida sólo por detonaciones pavorosas.
En la ciudad se decía: ¡Qué tiempo más espléndido para ir a caletear!”.